¿Qué conecta al líder islámico que colaboró con Hitler en los años '40 con el Hamás de hoy? ¿Cómo una vieja ideología de odio se transformó en el motor político, religioso y propagandístico de Hamás en el conflicto actual?
En el debate contemporáneo sobre el conflicto entre Israel y los palestinos, se insiste en la necesidad de comprender “las raíces históricas del conflicto”. Uno de los orígenes más importantes —y frecuentemente ignorado— es la figura de Haj Amin al-Husseini, Gran Muftí de Jerusalén durante el Mandato Británico, padre ideológico del nacionalismo palestino moderno.
Antes incluso de que existiera el Estado de Israel, al-Husseini ya promovía un odio sistemático contra los judíos alentando numerosas oleadas de violencia durante los años '20 y '30 del siglo pasado. Su retórica no era política en el sentido moderno del término: era profundamente religiosa, visceralmente antijudía y movilizada por una visión teológica del conflicto. Su objetivo no era la creación de un Estado Palestino, sino la aniquilación del naciente proyecto sionista, que comenzaba a organizarse políticamente en Europa y a materializarse con las primeras migraciones judías a Palestina.
El Muftí en Berlín y la alianza con el nazismo
Durante la Segunda Guerra Mundial, al-Husseini se convirtió en un aliado activo del régimen nazi. En noviembre de 1941, tras huir de Irak luego del fallido golpe pronazi liderado por Rashid Ali al-Gaylani, se instaló en Berlín, donde fue recibido como huésped del Tercer Reich y permaneció hasta el final de la guerra. Allí se reunió con Adolf Hitler, Heinrich Himmler y otros jerarcas nazis, apoyó abiertamente la “Solución Final” y promovió propaganda antisemita en árabe desde emisoras alemanas, exhortando a los pueblos musulmanes a matar judíos dondequiera que los encontraran. También colaboró en el reclutamiento de musulmanes bosnios para las SS, como en la División Handschar.
Una herencia ideológica nunca desactivada
Podría pensarse que el carácter nazi del nacionalismo árabe palestino habría quedado sepultado con la muerte de al-Husseini. No fue así.
Ahmed Shukeiri, primer presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), proclamó en 1967 que “el único destino de los judíos en Palestina es el mar”.
Para Muhammad Abdel Arafat al-Husseini (Yasser Arafat), a quien algunas fuentes presentan como sobrino directo del Gran Muftí de Jerusalén, la influencia de Haj Amin al-Husseini fue determinante desde sus comienzos. "Durante la primera guerra árabe-israelí, entre 1948 y 1949, Arafat estuvo movilizado en la Futuwah (Vanguardia de la Juventud), una brigada de combatientes palestinos organizada por Husseini a modo de brazo armado de su partido".
Mahmud Abás, también conocido como Abu Mazen, escribió una tesis en Moscú en los años '80 donde concluye que "el Holocausto de los judíos fue un proyecto conjunto de los nazis y del movimiento sionista".
Finalmente, esta visión —encarnada hoy en Hamás— sigue viva y amplificada. En su propios documentos y cito: "El Profeta, que la paz de Alá sea con él, dijo: La hora del Juicio Final no llegará hasta que los musulmanes luchen contra los judíos y los musulmanes los maten, y hasta que los judíos se escondan tras una piedra o un árbol y la piedra o el árbol digan: Musulmán, siervo de Dios, aquí, detrás de mí hay un judío, ven y mátalo!" El Movimiento de Resistencia Islámico siempre ha estado deseando cumplir la promesa de Alá, por mucho tiempo que le lleve.
El modelo Hamás: continuidad ideológica y guerra teológica
Hamás, fundado en 1987, actualiza la ideología de odio que Haj Amin al-Husseini articuló décadas antes. Su Carta Fundacional de 1988 está impregnada de antisemitismo religioso y político, y presenta el conflicto con Israel no como una disputa territorial, sino como una guerra sagrada entre el islam y el judaísmo. El texto no solo niega el derecho a la existencia del Estado judío, sino que también recurre a complots clásicos de origen europeo para justificar su lucha.
Entre esas referencias destaca la inclusión de los Protocolos de los Sabios de Sion, un texto fraudulento creado por la policía zarista a comienzos del siglo XX. Este libelo antisemita describe un supuesto plan de dominio mundial por parte del pueblo judío. Aunque hace tiempo fue desenmascarado como una falsificación plagada de teorías conspirativas y plagios literarios, su presencia en la ideología fundacional de Hamás revela hasta qué punto el antisemitismo moderno sigue operando como base doctrinal en su proyecto político y militar.
Al igual que al-Husseini, Hamás no persigue la creación de un Estado Palestino al lado de Israel, sino la destrucción total del Estado judío. La lucha no es por las fronteras de 1967, ni por un Estado viable, sino por una causa religiosa que no admite compromiso. Sus portavoces han repetido una y otra vez que “toda Palestina, desde el río hasta el mar”, debe ser “liberada”.
Hamás —como lo hizo el Muftí desde Berlín— adoctrina con mensajes de odio, glorifica el martirio y convierte el asesinato de civiles judíos en gestos de honor. Programas infantiles, libros "educativos", caricaturas y festivales escolares que muestran a niños con rifles deseando “convertirse en mártires como sus hermanos mayores”. Además de utilizar a los niños gazaties como instrumentos de guerra y adoctrinamiento, Hamás ha sido responsable de la muerte de al menos 160 menores palestinos que fueron obligados a trabajar en la construcción de sus túneles del terror.
El conflicto distorsiona miradas
El conflicto también ha deformado percepciones dentro de la sociedad israelí. Nurit Peled-Elhanan de la Universidad Hebrea ha señalado que ciertos enfoques educativos oficiales tienden a presentar al palestino de forma generalizada como una amenaza existencial. Esta representación, aunque no se basa en una doctrina genocida ni promueve el exterminio, refuerza estereotipos, alimenta una lógica de sospecha y contribuye a la deshumanización recíproca, dificultando así una comprensión más matizada del otro. A largo plazo, esta narrativa también erosiona las posibilidades de coexistencia sustentada en el reconocimiento mutuo.
La guerra como mandato religioso eterno
Hamás no ha concebido el conflicto con Israel como una disputa territorial. Para su doctrina, la guerra contra Israel es sagrada, existencial y perpetua. En su carta fundacional afirma: “no habrá solución para la cuestión palestina sino mediante la yihad”. Este no es un lenguaje metafórico ni una postura táctica: es una concepción teológica.
Por eso, toda negociación o tregua es simplemente una pausa estratégica. Hamás ha utilizado a lo largo de los años el concepto islámico de hudna (tregua temporal) para rearmarse y reorganizarse, mientras mantiene como objetivo inalterable la destrucción de Israel. La estrategia de fases, llamada marhalia, contempla avances graduales, no concesiones genuinas. El diálogo es parte del plan de guerra.
El engaño del documento de 2017: moderación aparente, intención intacta
En 2017, Hamás presentó un documento político que suavizaba algunos de los elementos más radicales de su carta original. Declaró que su lucha era contra el “proyecto sionista”, no contra los judíos como individuos, y afirmó aceptar un Estado palestino en las fronteras de 1967 como solución “temporal” de consenso nacional.
Pero ese documento no reemplazó la Carta Fundacional de 1988, que sigue vigente oficialmente, y sus líderes jamás abandonaron la retórica de exterminio. A la luz de los hechos del 7 de octubre de 2023 —cuando Hamás perpetró la masacre más brutal contra civiles judíos desde el Holocausto—, ese documento de 2017 se revela menos como un giro ideológico y más como una estrategia de encubrimiento temporal.
Una táctica diseñada para ganar legitimidad internacional mientras el verdadero proyecto —la destrucción de Israel y la glorificación de la violencia— seguía intacto, subterráneo y en marcha. Lejos de ser una renuncia al odio fundacional de Hamás, fue y es una maniobra de distracción ante una comunidad internacional deseosa de ver señales de moderación donde no las había.
Los Hermanos Musulmanes: la raíz ideológica de Hamás
Para comprender aún más a Hamás, es indispensable ir hacia su organización madre: los Hermanos Musulmanes (al-Ikhwān al-Muslimūn), fundados en Egipto en 1928 por Hasan al-Banna. Este movimiento islamista fue pionero en proponer una visión política del islam, donde la religión debía gobernar todos los aspectos de la vida, desde la educación hasta el Estado, y donde la yihad no era una herramienta simbólica, sino un deber permanente frente a los enemigos del Islam. Hasan al-Banna afirmaba que "los judíos son los agentes del cambio y la occidentalización, y son los responsables del declive de Occidente, así como del islam".
Hamás se define explícitamente como “una de las ramas de los Hermanos Musulmanes en Palestina”, según su Carta Fundacional. Esta no es solo una afiliación organizativa, sino una herencia doctrinal directa. Del mismo modo que al-Banna y su discípulo Sayyid Qutb (que procamaba "Es deber de los musulmanes defender Jerusalén con sus vidas, su dinero y todo lo que posean o, de lo contrario, serán objeto del castigo de Alá”) concebían al judaísmo no solo como una fe distinta, sino como una conspiración global contra el Islam, Hamás retoma ese núcleo ideológico: la demonización del judío, la visión de la historia como confrontación religiosa y el martirio como forma de redención.
Desde mucho antes de la fundación de Hamás, los Hermanos Musulmanes ya reivindicaban la figura de Haj Amin al-Husseini como un héroe islámico y precursor de la lucha contra el sionismo. Su alianza con Hitler no fue un accidente, sino una convergencia estratégica. Esa genealogía ideológica es la que abraza Hamás, actualizándola con misiles, con redes internacionales de simpatizantes y con escudos humanos.
La maquinaria propagandística: narrativa, manipulación y víctimas
Como parte de su guerra ideológica, Hamás ha perfeccionado un aparato de propaganda que combina redes sociales, lenguaje de derechos humanos y aliados mediáticos como Al Jazeera para difundir su narrativa globalmente (incluso mismo durante la masacre del 7 de octubre de 2023). Esta maquinaria encuentra eco en buena parte de la prensa occidental, donde los comunicados del Ministerio de Salud de Gaza y reportes afines de agencias de la ONU son citados como fuentes primarias, incluso sin verificación independiente. El caso del hospital Al-Ahli —donde la acusación inicial de un bombardeo israelí con 500 muertos fue luego refutada por investigaciones que señalaron a la Yihad Islámica— ilustra un patrón que se repite: cifras infladas, escenas manipuladas y víctimas civiles —sobre todo niños— convertidas en arma simbólica. La tragedia se instrumentaliza no para ser evitada, sino para transformarse en consigna política: imponer la acusación de “genocidio” como verdad irrefutable, mientras Hamás es eximido de responsabilidad.
Hamás ha convertido sistemáticamente la ayuda humanitaria en un arma de guerra. Confisca los suministros, los revende, les aplica impuestos o los desvía. Usa el dinero —o directamente la ayuda— para reclutar jóvenes y financiar su maquinaria bélica. Sabotea los puntos de distribución que escapan a su control. Difunde desinformación para volverlos inaccesibles. Y amenaza a los civiles para impedir que reciban alimentos distribuidos sin su aprobación.
El arte de victimizarse: propaganda de guerra
Hamás ha perfeccionado el arte de convertir su propia brutalidad en un arma efectiva de guerra contra Israel. Instala lanzacohetes en hospitales, escuelas y barrios densamente poblados, utiliza a los civiles como escudos humanos y no evacúa a los niños de zonas de combate. No construye refugios para proteger a la población, pero sí túneles subterráneos para esconder a sus líderes. Y cuando esos mismos niños mueren —en las circunstancias que sea—, despliega sus cámaras para culpar a Israel y activar al máximo su narrativa victimista.
Esta lógica perversa —provocar una respuesta militar, exponer deliberadamente a los civiles y luego explotar su sufrimiento como prueba de “genocidio israelí”— ha sido central en su estrategia de comunicación. Mientras tanto, en los foros internacionales, la verdad se desdibuja entre titulares y fotografías cuidadosamente seleccionadas.
El antisemitismo como constante funcional
Esa continuidad ideológica —de al-Husseini a Hamás— no ha sido solo doctrinal: ha servido como motor de cohesión interna frente a múltiples divisiones y como justificación para una violencia sostenida, revestida de lenguaje religioso y político. Más allá de sus diferencias tácticas o territoriales, el odio al judío ha funcionado como punto de encuentro. No es nuevo: en la Antigüedad se los hostigó por su monoteísmo; en la Edad Media, por ser “el pueblo deicida”; en la Europa moderna, por ser marginados o influyentes, banqueros o revolucionarios, pobres o ricos, según conviniera. Hoy, ese mismo patrón se reactiva bajo un nuevo ropaje: el del discurso anticolonial. Ahora son “opresores”, “genocidas”, “asesinos de niños”. Cambia el discurso, pero no el fondo: el judío sigue siendo retratado como enemigo existencial, lo que habilita su demonización.
Este relato cumple también una función estratégica de alcance universal: captar simpatías en sectores del mundo occidental, especialmente en ciertas izquierdas militantes, donde el antisemitismo ha mutado de forma. Allí perviven antiguas creencias y narrativas distorsionadas que presentan a los judíos —ahora encarnados en Israel— como la última expresión del opresor imperial. Tan poderosa es esta construcción ideológica que se convierte en convicción pasional: un acto de fe, un absolutismo casi religioso, que puede operar incluso sin tener conciencia real de ello.
El precio del pragmatismo: errores de Israel
A lo largo de las décadas, varios gobiernos israelíes incurrieron en un pragmatismo miope: toleraron e incluso favorecieron indirectamente el ascenso de Hamás como contrapeso frente a amenazas más inmediatas, como la OLP o la Autoridad Palestina. Pero el precio ha sido altísimo. Hoy, Hamás no es solo una amenaza militar: es un proyecto ideológico con raíces profundas, un actor teocrático que combina doctrina religiosa con estrategia totalitaria. El error fue no haberlo interpretado en sus propios términos: no como un adversario político con capacidad de evolución o convergencia, sino como una organización guiada por una cosmovisión rígida, doctrinaria e irreformable.
Hamás instrumentaliza el dolor; Israel debe evitar que la victoria le cueste el alma
La lucha contra Hamás no se libra solo en túneles ni en fronteras: también se libra en el terreno de las ideas, de la historia y de la moral.
Israel enfrenta un dilema estratégico: desmantelar a Hamás —que actúa como un culto yihadista incrustado entre civiles— sin quedar atrapado en la narrativa que lo presenta como genocida. Para Hamás, el sufrimiento civil no es un daño colateral, sino un recurso táctico: lo provoca, lo explota y lo convierte en instrumento de su estrategia.
A esto se suman los conflictos políticos internos en Israel, la falta de unidad nacional y la presencia de sectores —o individuos— que, con declaraciones inaceptables, debilitan la legitimidad de todo un país. Tal es el caso del actual ministro de Finanzas, Bezalel Smotrich, quien afirmó: “Nadie nos permitirá provocar la muerte de dos millones de civiles por hambre, aunque sea justificable y moral hasta que recuperemos a nuestros rehenes”.
Israel enfrenta así un desafío casi infinito: actuar en legítima defensa y rescatar a sus rehenes sin perder de vista los principios que sustentan su democracia. En un conflicto donde las percepciones internacionales pesan tanto —o más— que los hechos, preservar la integridad moral es y será siempre clave. Mantener ese equilibrio, en el marco de una guerra contra Hamás, se ha vuelto extremadamente complejo: cada imagen —sea cierta, manipulada o directamente falsa— refuerza narrativas hostiles. Ceder a la lógica de la deshumanización termina por socavar incluso una causa legítima.
Vencer a Hamás no debería implicar renunciar a los valores que se busca proteger. Pero las trampas están al acecho en cada paso, y el precio de perder la brújula ética puede ser tan alto como el de no vencer.
La verdad habla más fuerte
Hamás no actúa como un simple grupo nacionalista. Actúa como lo que es: un proyecto teocrático regional, con raíces ideológicas profundas, una visión mesiánica del islam político y un objetivo explícito e irrenunciable: la desaparición del Estado judío. Su guerra no es por justicia ni por autodeterminación. Es una cruzada religiosa envuelta en retórica, diseñada para seducir a Occidente mientras predica el exterminio en sus propios círculos.
La realidad —el pogromo del 7 de octubre, la sistemática educación para el odio, el culto al martirio, la glorificación del asesinato de civiles— no deja lugar a interpretaciones ingenuas. Hamás ha perfeccionado el arte de mentir, de manipular imágenes, de presentarse como víctima mientras actúa como verdugo.
Pero el velo de la propaganda no puede ocultar por siempre la verdad. En un conflicto donde las palabras pesan tanto como las armas, la claridad moral y el coraje intelectual son tan necesarios como lo militar. Es también una guerra de relatos en medio de una lucha política feroz, cargada de odios acumulados, necesidad de protagonismos y visiones irreconciliables.
Quienes defienden la verdad, la justicia y la dignidad humana deben resistir la seducción del relativismo y atreverse a decir las cosas por su nombre: no todo dolor es equivalente, no toda causa es justa, y no todo victimismo es inocente.
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